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Orígenes de las Fiestas del Fuego

Conferencia impartida en el Salón de Actos de la ONCE de Alicante, el día 6 de marzo de 2013, durante la charla-debate Fogueres per a tots. Història, discapacitat i integració, organizada por la Associació Cultural Foguera La Ceràmica, en su XIII Edición de las Jornadas Culturales.
Publicado anteriormente en el Llibret de la Foguera Florida-Portazgo 2005.

Alrededor del día 21 de junio, dependiendo del año, se celebra en el hemisferio norte el día más largo del año: el solsticio de verano. Su celebración es tan antigua como la humanidad.


La palabra solsticio procede del latín y significa «parada del sol», porque en un principio se creía que el sol no volvería a su esplendor total, ya que después de esta fecha los días era cada vez más cortos. Por esta razón, hogueras y ritos de fuego se iniciaban para simbolizar el poder del sol y ayudarle a renovar su energía: se encendían fuegos en las cimas de las montañas, a lo largo de los arroyos, en la orilla del mar, en mitad de las calles y frente a las casas; se organizaban procesiones con antorchas, se echaban a rodar ruedas ardiendo colina abajo y a través de los campos; se bailaba alrededor del fuego y se saltaba por encima de él, para purificarse y protegerse de malas influencias y asegurar el renacimiento del sol.


El culto al sol
Se puede decir que todo empezó hace más de cinco mil años, cuando nuestros antepasados, tan amigos ellos de observar las estrellas, se dieron cuenta de que, en determinadas épocas del año, el sol se mueve desde una posición perpendicular sobre el que hoy conocemos como Trópico de Capricornio, hasta una posición perpendicular sobre el Trópico de Cáncer. Estos días extremos en la posición del sol, los solsticios de invierno y verano, coinciden con los días 21 de diciembre y de junio, respectivamente, en el hemisferio norte. El día que veremos al sol ponerse más al sur es el 21 de diciembre, y el día que lo veremos ponerse más al norte es el 21 de junio. Hablando propiamente del solsticio de verano, en esta fecha el eje de la tierra está inclinado 23,5 grados hacia el sol, lo que ocasiona que en el hemisferio norte el 21 de junio sea el día más largo del año.


Ni que decir tiene que esta fiesta es muy anterior a las religiones mayoritarias actuales. Un antecedente lo encontramos en la celebración celta del Beltaine, cuyo nombre significaba «fuego de Bel» o «bello fuego» y era un festival anual en honor al dios Belenos. Durante el Beltaine se encendían grandes hogueras que eran saltadas por los más atrevidos con largas pértigas. Después, los druidas hacían pasar el ganado entre las llamas para purificarlo y defenderlo contra las enfermedades, a la vez que rogaban a los dioses que el año fuera fructífero, y no dudaban en sacrificar algún animal para que sus plegarias fueran mejor atendidas.


Otra de las raíces de tan singular noche hay que buscarla en las fiestas griegas dedicadas al dios Apolo, que se celebraban en el solsticio de verano, encendiendo igualmente grandes hogueras de carácter purificador. En esos antiguos mitos helenos, a los solsticios se les llamaba puertas: la «puerta de los hombres» correspondía al solsticio de verano (del 21 al 22 de junio), a diferencia de «la puerta de los dioses» del solsticio de invierno (del 21 al 22 de diciembre). Los romanos, por su parte, dedicaron a la diosa de la guerra, Minerva, unas fiestas con fuegos, y tenían la costumbre de saltar tres veces sobre las llamas. Se atribuían propiedades medicinales a las hierbas recogidas en aquellos días.


Antes de cristianizarse la fiesta, los pueblos de Europa encendían hogueras en sus campos para ayudar al sol en un acto simbólico con la finalidad de que «no perdiera fuerzas». En su conciencia interna, sabían que el fuego destruye lo malo y lo dañino. Posteriormente, el hombre seguiría destruyendo los hechizos con fuego, y el cristianismo, como luego veremos, fue experto en reciclar los viejos cultos paganos. En los países orientales, con ritos y creencias distintas, se celebraban igualmente estas fiestas, conservando en todas ellas la misma esencia: rendir un homenaje al sol, que en ese día tiene un especial protagonismo, cuando el poder de las tinieblas tiene su reinado más corto.


En cualquier caso, al sol se le ayuda para que no decrezca, y mantenga todo su vigor, simbolismo que era también compartido por pueblos incluso separados por océanos. Es el caso de los incas de Perú, cuyas dos fiestas primordiales son el Capac-Raymi, que tiene lugar en diciembre, y la que se celebra cada 24 de junio, el Inti-Raymi o Fiesta del Sol, en la impresionante explanada de Sacsahuamán, muy cerca de Cuzco. En el momento de la salida del astro rey, el Inca eleva los brazos y pide al sol su calor para que el frío desaparezca. Se siguen practicando y representando hoy en día para conmemorar la llegada del solsticio, con un claro tinte turístico, y los habitantes de la zona se engalanan con sus mejores prendas al estilo de sus antepasados quechúas, y recrean el rito inca tal y como se realizaba.


Aún en la actualidad, existe gran cantidad de leyendas y creencias respecto de la Noche de San Juan y, sin contar las innumerables muestras de este culto ancestral en nuestro país, todavía podemos encontrar ejemplos en multitud de países: Alemania, Francia, algunos de los Estados Unidos (Louisiana, Alaska, Texas), Noruega, Irlanda, Finlandia, Italia, Japón, Inglaterra, Brasil, Israel...


La cristianización de lo pagano

Como siempre ha sido una constante en el cristianismo, con el tiempo se llevó a cabo una cristianización del rito pagano. Esa noche y su amanecer se dedicaron a San Juan, en un esfuerzo por cristianizar las supuestas fuerzas que se manifiestan en esta jornada pagana, uniendo, por una parte, el ritual al sol, con el santo de la fecha, San Juan Bautista, que fue el encargado de dotar de sacralidad a la fiesta. Pero, ¿por qué San Juan Bautista? Pues la respuesta la tenemos en La Sagrada Biblia: San Lucas narra en su Evangelio, que María, en los días siguientes a la Anunciación, fue a visitar a su prima Isabel, cuando ésta se hallaba en el sexto mes de embarazo, quedándose con ella hasta el parto. Por lo tanto, fue fácil fijar el nacimiento del Bautista en el mes de junio, tres meses después de esa visita, celebrada el 25 de marzo, y seis meses antes del nacimiento de Cristo. Desde entonces, se señaló esta noche como la de San Juan, que ha heredado así la serie de prácticas, ritos, tradiciones y costumbres, cuyos orígenes hemos visto que son inmemoriales.


Sin embargo, otras facetas del ritual pagano se perdieron, o son cada vez menos frecuentes, como la antiquísima tradición de enramar las fuentes, relacionada con la prosperidad, la abundancia y la fecundidad. Esta tradición decía que, al amanecer del primer día de verano, las mujeres recogían de las fuentes las «flores del agua» (flores acuáticas), con la esperanza de encontrar pareja, concebir hijos o hacerse con poderes curativos.


Pero, lo paradójico del asunto, es que el 24 de junio se celebra la fecha del «nacimiento» del Bautista, que en realidad no debería festejarse porque de los santos siempre se recuerda el día de su muerte (de hecho, el 29 de agosto la Iglesia conmemora su decapitación), pero según San Agustín se hace una excepción, porque San Juan fue santificado en el vientre de su madre y vino al mundo sin culpa. Escribe San Lucas:
No tengas miedo, Zacarías, pues vengo a decirte que tú verás al Mesías, y que tu mujer va a tener un hijo, que será su precursor, a quien pondrás por nombre Juan. No beberá vino ni cosa que pueda embriagar, y ya desde el vientre de su madre será lleno del Espíritu Santo, y convertirá a muchos para Dios.
El Evangelio de Lucas narra igualmente que el padre de Juan, el sacerdote Zacarías, había perdido la voz por dudar de que su mujer, Isabel, que era estéril, estuviera encinta:
Yo soy Gabriel, que asisto al trono de Dios, de quien he sido enviado a traerte esta nueva. Mas por cuanto tú no has dado crédito a mis palabras, quedarás mudo y no volverás a hablar hasta que todo esto se cumpla.
En el momento del nacimiento, cuando Zacarías escribió en una tablilla «su nombre es Juan», recuperó la voz milagrosamente, tal como se lo había predicho el arcángel. Rebosante de alegría, la tradición dice que encendió hogueras para anunciar a parientes y amigos la buena nueva. Cuando siglos después se cristianizó esta fiesta, la noche del 23 al 24 de junio se convirtió en una noche santa y sagrada, sin abandonar por eso su aura mágica inmemorial, porque fue imposible erradicar los ancestrales rituales solares, por lo que vino de fábula que coincidiera la celebración encendiendo esas hogueras, aunque la finalidad en uno u otro caso fuera absolutamente distinta.



Las Fallas de San José

Pues bien, llegados a este punto, veamos cómo llegó la fiesta del solsticio de verano a convertirse en Les Fogueres de Sant Joan. Para ello, hay que tener primero en cuenta que nuestra Fiesta vino en cierto modo «importada» a Alicante, tomando como modelo Las Fallas de Valencia, que no tienen nada que ver ni con el solsticio ni con San Juan, pero no dejan de ser fiestas del fuego. Primero veremos cómo nació la fiesta del fuego en Valencia, cuyo origen está bastante controvertido.


Entre todas las teorías que circulan entre los estudiosos de Las Fallas, personalmente me quedo con la que explica que, antiguamente, la luz la facilitaban los crisoles, y los artesanos, sobre todo los carpinteros, los colgaban de un artilugio hecho de listones de madera llamado parot, estai, astai o pagés, una especie de candelabro, bastante alto, que tenía diversos brazos de los que colgaban dichos crisoles. Al terminar el invierno, y conforme entra la primavera, el día va alargándose, por lo que los carpinteros se deshacían de esos parots, quemándolos, y a la vez aprovechaban para limpiar el taller y quemar igualmente todos los retales de madera que se habían almacenado durante el invierno. El Gremio de Carpinteros adquirió la costumbre de realizar estas limpiezas la víspera de su patrón, San José, que se celebra desde 1497 el día 19 de marzo.


Ahora, haciendo gala del ingenio levantino, imaginemos que a un carpintero se le ocurre un buen día la idea de «vestir» su parot con ropas viejas, y que esto motivara a algún poeta espontáneo a ponerle un cartel, criticando una situación o un hecho significativo del momento. Podríamos decir que así nace el primer ninot. Lo demás se sucedería por pura inercia: del ninot único se pasa a una escena o conjunto de ellos, donde dos o más ninots representan una situación, y entra en juego el diálogo. Normalmente se situaban dichas escenas pegadas a un lateral de la calle, pero las escenas van tomando volumen, y con ello sobresaliendo de esas paredes, hasta que nos encontramos con que, en la documentación más antigua hallada sobre Las Fallas, concretamente del año 1784, un Oficio de la Autoridad Municipal de Valencia prohíbe quemar fallas, que ya las denomina así, aunque aquí no vamos a entrar en el origen de tal denominación, en las estrechas calles de la ciudad de entonces, por el peligro de incendio de las casas colindantes, además del lógico obstáculo que presentaban para el paso de los carruajes y para los propios transeúntes, obligando a colocarlas en plazas suficientemente amplias. La consecuencia directa fue que se pasó, de la escena unidimensional, al conjunto de escenas que pudiera visitarse dándole la vuelta completa. Con el modelado de esos primitivos ninots, en el que entraría la cera antes que la arcilla y el cartón, llegaríamos a los monumentos falleros tal como hoy los conocemos.



Las Hogueras de San Juan

Ahora veamos cómo nos llega a Alicante la Fiesta del Fuego. Cerca de un siglo más tarde de ese Oficio del Ayuntamiento de Valencia, concretamente en 1881, nace en una tierra ajena a fallas y ninots, en Cádiz, José María Py y Ramírez de Cartagena. Hombre observador y sencillo, las vicisitudes de la vida y de su familia le llevan a Valencia, donde reside durante 25 años. Allí conoce la fiesta de Las Fallas, al parecer formando parte de varias comisiones y, no sólo se empapa del arduo proceso que supuso la conversión de las mismas en Fiestas Oficiales de la Ciudad de Valencia (antes lo eran las Fiestas de Julio), sino que, dado su oficio de pintor, dato que consta en el Padrón Municipal de Valencia, en donde se cita esa profesión en los padrones de 1915 y 1920, se decide a probar suerte construyendo, sin demasiada fortuna, dos monumentos, según consta en la documentación que obra en el Archivo Municipal de Valencia y en la prensa de la época, que le citan como autor de ambas fallas el mismo año de 1917, la de las calles Muñoz Degrain-Pollo y la de la Plaça de Sant Bult, ambas muy cercanas a la casa donde vivía.


En 1922 se traslada a Alicante, ciudad donde su padre, abogado, es destinado como notario. José María Py, entusiasta y desprendido, se integra rápidamente en la sociedad alicantina, y comienza a participar en las tertulias que se llevaban a cabo en lugares cercanos a la notaría de su padre, que estaba en la Plaza de Gabriel Miró, entonces de Isabel II, como lo eran el Casino, la Asociación de la Prensa, el Hotel Samper, el Círculo Mercantil... Entre ellas, estaba Alicante-Atracción, que organizaba un programa de festejos populares. De este modo, integrado en ese caldo de cultivo que formaban el grupo de artistas, escritores e intelectuales de la época, comienza hacia 1928 su particular «campaña» para llevar adelante su idea de crear para Alicante unas fiestas del fuego similares a las de Valencia, pero llamándose Hogueras o Fogueres, centradas en la fiesta de San Juan y el solsticio de verano, como mandaba la tradición ancestral del rito del fuego. Lo consigue en menos de un año. Y nacen con una estética personal y diferenciada de las fallas, porque caen sobre todo en manos de pintores, mientras que en Valencia eran los escultores los creadores de los monumentos falleros.

Y lo demás, ya es una historia conocida: serían declaradas Fiestas de Interés Turístico en 1965, Fiestas de Interés Turístico Internacional en 1985 y en enero de 1999, Fiestas Oficiales de la Ciudad de Alicante, con vocación de convertirse en un futuro cercano en Bien de Interés Cultural Inmaterial.


Pero, para terminar, una anotación, aunque sea a modo de anécdota: el antecedente más antiguo que se conoce de Les Fogueres de Sant Joan, se remonta nada menos que a 1698, pues hay constancia documental de que entonces ya se quemaban hogueras en honor a San Juan Bautista en las calles de Alicante. Efectivamente, así lo dejó escrito Josep Sala al relatar la fiesta celebrada por la elección de Ramón de Perelló y Rocafull como Gran Maestre de Malta: «al llegar la procesión a cada una de las plazas, se procedía a quemar las hogueras allí dispuestas». Las hogueras alicantinas aparecen también en poemas de José Vila y Blanco, escritos en 1854. Un Bando Municipal de 1870 prohibía encender hogueras la noche de Sant Joan y tirar cohetes por las calles. Y autores como Francisco Figueras Pacheco, Carlos Arniches y Rafael Altamira, han dejado escrita su visión de las hogueras quemadas en los primeros años del siglo XX, que eran «un costum fet llei» en el Alicante de 1912. Ya entonces la fiesta de Sant Joan tenía algunas costumbres que hoy se conservan: se comía coca amb tonyina, la dolçaina y el tabalet acompañaban a los juegos callejeros y a la cucaña, mientras, en palabras de Arniches, se quemaban «trastos viejos».

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