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La Tabarca de Miguel Signes

Artículo de RICARDO MATAS PITA 
Licenciado en Filología Hispánica. I.E.S. Jorge Juan. Alicante

Publicado en la Revista Canelobre n.º 60, Invierno 2012
Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert
Desterrados de la vida: La Tabarca de Miguel Signes
Incluido en el artículo Nueve calas literarias y una nota cervantina


Miguel Signes Molinés (1915-1994) será siempre recordado, entre otras causas, por el hecho de que se le atribuyó la responsabilidad de haber escrito la primera novela explícita sobre la Tabarca alicantina.

[Vicente Ramos, en su Literatura alicantina de la posguerra (1940-1965), ya nos presenta a un Miguel Signes con fuerte y clara vocación de literato, apostando por un escritor que desea vivamente mostrar su pasión creativa.

Aunque no es citado por José Bauza en las páginas preliminares —ni seleccionada alguna de sus piezas literarias— de la antología Narradores alicantinos de 1954, sin lugar a dudas, Miguel Signes Molinés pertenece a la nómina de la promoción del horror, grupo generacional alicantino que, asevera Bauza, representa a los autores incluidos en la década de 1950. Su primer título, Luz y Niebla, aparece precisamente en el período al cual Bauza dedica su brillante —por vívida, inteligente y humorística— introducción, propia de quien ha protagonizado los acontecimientos expuestos y posee la memoria veraz y fecunda para relatarlos con una exactitud de rozagante y emotiva, nada lacrimógena, frescura y, aún más, con un distanciamiento crítico que ya le brinda la posibilidad de colocarlos en su justa posición.

Cabe añadir que Signes desarrolló una fructífera carrera como escritor, cubriendo ininterrumpidamente varios géneros literarios (el ensayo, el cuento breve, el relato largo, diversos géneros periodísticos) con una especial atención hacia la novela, tarea que ha sido estudiada en profundidad por Irene Cortés Company en La novelística de Miguel Signes, título al cual remitimos para una completa valoración de la obra de nuestro autor. La propia Irenes Cortés nos dice:
Durante una de las entrevistas que mantuve con Miguel Signes, recuerdo que vino a la conversación el impacto que tuvo la isla sobre él. Miguel Signes opinaba que un escritor tenía la obligación de ser honesto; él mismo se consideraba una persona honesta y por eso reñejó en su novela sus sensaciones sobre la isla. La visitó durante las fiestas patronales de Tabarca. En aquella ocasión conoció a una anciana que jamás había salido de la isla y esta circunstancia le impactó. A pesar de la alegría de las fiestas, no pudo evitar sentir cierto ahogo que le recordó la condición de cárcel que había tenido Tabarca en el pasado. Aquella percepción le hizo imaginar cómo sería la vida en la isla para las personas nacidas y criadas en el lugar, especialmente si no tenían ningún vínculo fuera de Tabarca. Para el escritor sin duda era una clausura a pesar de estar tan cerca de lugares más favorecidos como Santa Pola o Alicante. Esta circunstancia le inspiró la novela Tabarca que escribiría poco tiempo después.
Así mismo, resulta muy útil la lectura de la revista Canelobre 14/15 (1989), la cual versa sobre la cultura alicantina en la década de 1950.]


Publicada en el año 1976, con su obra Tabarca (Novela), Signes se valió de la diminuta isla mediterránea, situada frente a la costa de Alicante, para ahondar en un terreno de apariencia frecuentemente lunar/marciana (dependiendo de su aspecto nocturno y misterioso o de su faceta, no menos enigmática, calcinadamente desvalida bajo un pleno sol de justicia); aunque se nos ofrezca, asimismo, un conjunto de vistas tranquilizadoramente bucólicas para rebajar la presión descriptiva.

[No deja de parecernos innecesario ese molesto marbete genérico apostillando entre paréntesis el título de la novela. Y, ello, tanto por su obvia ingenuidad, como por su palmario carácter fútil. Lo primero, casi seguro que naciera no de una actitud simplona del autor, sino de la autojustificación que evitara desviadas interpretaciones en los días de su publicación (recentísima la muerte del dictador Francisco Franco, con que suponía: temor, incertidumbre, vacilación, etcétera); lo segundo, producido por un prurito de afianzamiento genérico, deudor de la publicidad: habría quienes, al leer el título de un libro, hubieran podido pensar que el mismo ya decantaba el género literario de su contenido, lo cual alertaba a los autores que no deseaban que se prejuzgara sus obras, sin ni siquiera haber sido leídas, y eso les perjudicara económicamente.

Recordemos que la novela adquirió desde mucho tiempo atrás una esencia libre que la dotaba de una absoluta capacidad de absorción de lo tratado por ella y de una abierta posibilidad formal, o sea, ser el género totalizador y proteico que, a partir de Cervantes, íbamos a disfrutar cada vez más y mejor.]

Este biotopo poseedor de sus propias peculiaridades y habitado por un curtido paisanaje autóctono con unas remarcadas señas de identidad satisfará la comprobación del novelista, quien la habrá de envolver en unas circunstancias históricas que aderezarán la ficción brotada de su pluma.

No olvidemos apuntar el premeditado manejo que Signes efectúa de un ingrediente básico e impregnador de la obra entera: el fuerte psicologismo, nacido de un irreductible planteamiento antropológico, un abierto alegato sociopolítico y un claro propósito didáctico que alentaron detrás de su labor como demiurgo literario.

[Planteamiento antropológico, porque Signes no renuncia a una visión objetivable según los datos que acerca del Hombre y su circunstancia puede escribir. El ser humano es una entidad que depende de un espacio e interactúa en (añádase el resto de las preposiciones) él. La simbiosis de las dos realidades es utilizada por el novelista a la hora de crear una ficción literaria.

Alegato sociopolítico, dado que cualquier vivencia humana se sumerge en su esfera social y ello, por supuesto, atiende determinados compromisos políticos. Un axioma del autor alicantino fundamentado en que no hay apoliticismo. Existimos porque existen otros, y, si no lo consideramos de este modo, nos arriesgamos a encerrarnos en un solipsismo estéril que nos empobrecería hasta la anulación absoluta.

Para quien pudiera pensar que Tabarca es un alegato sociopolítico insuficiente, convendría recordarle su fecha de publicación, con la vigencia aún de una férrea censura política y otros obstáculos de diversa índole (personales también, críticos y editoriales, sobre todo) que inducían la autocensura, esa metacensura que destruyó más de una carrera literaria por el miedo al miedo. Y para esos hipotéticos exigentes de "más crítica social", les recomendamos la lectura de Tras los pasos de Barrabás (1983), otra novela de Miguel Signes, en donde, gracias a la mayor libertad de la sociedad española, blande con encono su ataque a lo que ahí se retrata.

Propósito didáctico, que se arguye como la finalidad de gran parte de la novelística modelo de Signes: Tabarca (la obra preferida de su autor según nos refirió Miguel Signes Pascual, el hijo mayor de nuestro novelista) es una novela de tesis —véanse, por ejemplo, los nombres caracterizadores que llevan muchos personajes—. Las peripecias narradas habrían de procurar una utilidad formativa para sus receptores. Hay un pragmatismo propedéutico; nos entretendremos con la lectura, mas habremos de adquirir algo, por pequeño que sea, que nos afecte enriqueciendo nuestra formación personal. La Literatura —y todas las Artes, por supuesto— como acervo axiológico al cual recurriremos instintivamente para completarnos: una paideia estética bien plasmada en la obra íntegra de Miguel Signes y en varios instantes cimeros del argumento de la propia Tabarca.]

Porque, indudablemente, Miguel Signes Molinés es un escritor nato de firme (a menudo, muy firme) pulso narrativo, que escudriñará con minuciosidad naturalista un estrechísimo espacio geográfico, sin que ceje en la terca intención de forjar las trayectorias de los personajes por él imaginados.


Lo que se nos expondrá en Tabarca surgirá al hilo de la peripecia anecdótica de Ignacio Ibarzábal, entendida ésta como la concatenación de sucesos que jalonan el desarrollo biográfico de alguien o de algo. Nuestro protagonista, Ignacio, recalará en Tabarca y permanecerá en ella los abrasadores meses veraniegos del año 1956 —equiparando ese período a un infernal estío faulkneriano— y los meses del otoño de 1956 (hasta su brusco retorno), debido a encontrarse afectado por un transtorno psíquico agudo, el cual le lleva a buscar, con ansiedad más que obsesiva, un emplazamiento donde atemperar sus impulsos neurasténicos que, cree a pies juntillas él, lo atenazan irremediablemente, hasta el extremo de lanzarlo inerme al borde del paroxismo nervioso. Ahí actuará como un agente externo que devendrá en catalizador respecto a los lazos vitales de los habitantes oriundos de la ínsula y que en ella residen.

Por consiguiente, a partir de los siempre socorridos motivos de la enfermedad y el viaje como acicates que habrán de provocar la tensión dramática a lo largo del argumento, Signes, sustituyendo con su insularización el marco habitual del primero de estos tópicos literarios (léase la habitación propia en el domicilio familiar conocido o la extraña en el hogar ajeno, la casa de salud o el pabellón de reposo, el hospital público, la clínica privada, el balneario, el cuartel militar, el edificio religioso y la cárcel, entre otros, todos ellos sitios que por sí mismos, y no exclusivamente en sentido metafórico, también son islas) moverá los hilos para articular los elementos compositivos de la trama.

[Citemos solo algunos arquetipos básicos en la narrativa occidental que valen como paradigmas del tratamiento de la enfermedad como causa o consecuencia de historias literaturizables: el ciclo de En busca del tiempo perdido (1913-1917), de Marcel Proust; La metamorfosis (1917), El proceso (1925) y El castillo (1926), de Franz Kafka; La conciencia de Zeno (1923), de Italo Svevo; La montaña mágica (1924), de Thomas Mann. A fin de cuentas, los padecimientos conllevarán un proceso de aprendizaje (lo que se denomina un Bildungsroman).]

[El viaje —tanto exterior, como interior— es uno de los primeros asuntos de inspiración para los artistas. En el caso de la Literatura, habríamos de marcar siempre el hito de los dos viajes homéricos (pues La Ilíada así mismo suponía un movimiento de búsqueda, el cual, además, provocaba implícitamente La Odisea). Más aún, no olvidemos que existe un texto precursor muy antiguo, el Poema de Gilgamesh, de autor anónimo, célula germinal que nutrirá numerosas tradiciones literarias, incluida la del aedo de Quíos.

Para Tabarca, el modelo helénico es principal. No en balde hay una interpolación argumental de nítida procedencia homérica —como la relación del protagonista con las mujeres, isleñas o no, y otros componentes argumentativos estructuralmente insoslayables— en el encuentro de Ignacio con el perro sin amo, permitiéndose Signes una variación ingeniosamente cruel (también la efectúa Richard Matheson, por ilustrarlo con un ejemplo distinto, en los dos capítulos de Soy Leyenda (I am legend, 1954) —los cuales por sí mismos podrían desgajarse de la novela en la que están para conformar un bloque autónomo de singular belleza—, en que cuenta la historia del aislado Robert Neville y el perro vagabundo).

De igual manera, el encuentro de Ignacio con el enterrador isleño y el diálogo entre ambos van tras los pasos del Hamlet shakesperiano sin que le duelan prendas.

Tenemos que remarcar, también, que Miguel Signes coincide con el Nikos Kazantzakis de la Vida y Aventuras de Alexis Zorba (1946). Obra y autor muy populares en España por entonces y que ganó mayor predicamento tras la adaptación cinematográfica que Mihalis Kakogiannis realizara en 1964 y que alcanzó muchísimo éxito, en parte, motivado por la banda sonora de Mikis Theodorakis. Las aventuras cretenses de Basil, el joven intelectual, y del vitalista Alexis, de la viuda, y del resto de los habitantes de la villa, aquí contenidas, pudieron influir en la Tabarca signeriana, aunque sabemos también por Miguel hijo que hacia 1953 ó 1954 Signes ya se había ido con Marita (su esposa) y su primogénito (y único hijo en esa época) para pasar unos días en la ínsula, para vivirla efectuando un trabajo de campo que documentara científicamente los cientos de datos que luego trabaría narrativamente (método creativo que aplicaría a otros títulos suyos, por ejemplo, Pantano (1968)).

Lo que no es tradición, es plagio, desde luego, y en la Tabarca signeriana hay mucha y de la mejor especie.]

Dibujo de Gastón Castelló para Tabarca
Cual un Hans Castorp de adinerada ascendencia vasca pasajeramente tabarquino [incide repetidamente Signes en lo diferencial que se establece entre el brumosamente gris imaginario de la verde zona septentrional de la cual procede Ignacio, y que enmarca sus previas vivencias vascas, incluidas las relaciones familiares y las amorosas con su novia y con la hermana de ésta, y el rasgo meridional y mediterráneo que trasudan Tabarca y sus pobladores. Sin embargo, Ignacio también padecerá una experiencia tabarquinizadora, no podrá sustraerse al magnetismo de esa roca saliente sobre las aguas que imanta inexorablemente a quienes en su regazo se acojan, impregnándoles de un fatum determinado], víctima de las alteraciones de su percepción sensorial, rayana en la hiperestesia (patente en su hipocondría y en su monomanía por la limpieza) [que lo acerca al ficticio Roderick Usher de Edgar Allan Poe y al real Juan Ramón Jiménez, nuestro poeta, pues algunos de los episodios biográficos del onubense encajan exactamente en los que Signes le atribuye a su antihéroe enfermo], mostrará la consideración tanto de sí mismo como del Universo —diestramente quintaesenciado en Tabarca gracias al sintetizador alambique signeriano— , y habrá de constituirse en la piedra de toque que procurará un perspectivismo y un contraste analíticos y el lógico corolario de ambos [nos referimos aquí al ensayo Perspectivismo y contraste (De Cadalso a Pérez de Ayala) (1963), del profesor Mariano Baquero Goyanes, de quien se pueden recomendar calurosamente todos sus estudios filológicos y de crítica literaria, por ejemplo, El cuento español en el siglo XIX (1949), Estructuras de la novela actual (1970), Temas, formas y tonos literarios (1972), Qué es la novela. Qué es el cuento (1988), La educación de la sensibilidad literaria (1990). Un maestro de maestros]: la diversidad de puntos de vista del individuo que, al llegar desde lejos y fuera (adverbios que semánticamente comportan no solo variables espaciales, sino también visiones psíquicas y consideraciones socioeconómicas), alterará indefectiblemente el precario equilibrio de un hábitat cerrado, endogámico, atávicamente preso de y en sí mismo y del y en el ciclo detenido de un, por paradójico que parezca, atemporal tiempo que conduce a la parálisis existencial, y, en última instancia, abocado, tarde o temprano, a la consunción.

[Aquí sobrevuela la sombra de Luis Buñuel y su descamado y polémico documental Las Hurdes/Tierra sin pan (1933), más el tópico literario del fin de raza (y de época, familia y clase social), el cual se halla presente en muchos escritores españoles (Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Ramón María del Valle-Inclán, Pío Baroja o Llorenç Villalonga Pons, por citar solo unos pocos). Sirva como título ejemplar la conocidísima novela postuma El gatopardo (1958), de Giuseppe Tomasi di Lampedusa.

En Tabarca nos enfrentamos a la transformación y pérdida de un grupo humano, y ello entendido como estirpe, pero, además, como una clase social y una colectividad integrada en un lugar y tiempo precisos... La marcha de éste va avanzando imparablemente, sin miramiento alguno hacia quienes no se adapten a la irreversibilidad que ello suponga y no lo consigan mediante el instinto de conservación. Habrá quienes no sepan, no puedan por incapacidad o, incluso, no deseen realizarlo, corriendo en una huida última hacia delante más próxima a un asumido suicidio desesperanzado que a la fuga por miedo.]

A su vez, Ignacio sufrirá las vicisitudes que vayan desarrollándose en la isla y se erigirá en el narrador último de la historia que le ha tocado en suerte vivir, adquiriendo, involuntaria, mas gustosamente, el papel de cronista testigo de los acontecimientos y transmisor de los mismos en la versión por él adoptada, cuando, en principio, él no lo pretendía, a pesar de que no le hubiera molestado en lo más mínimo que los tabarquinos le consideraran un escritor. Esto se entenderá mejor a la luz del hecho de que Ignacio Ibarzábal, como declarado lector compulsivo que es —lo cual resulta fundamental a la hora de comprender su perfil psicológico— , sí deseara asumir el papel de observador total que irá representando paulatinamente, hasta que se autoconvenza (de igual manera en que, de modo involuntario, lo había conseguido con los habitantes tabarquinos) de que podría pergeñar un texto capaz de examinar pormenorizadamente y con fría dureza, si bien bajo el prisma sesgado de la parcialidad autobiográfica, ese microcosmos de rancio y bronco (adjetivo archiempleado por Signes) casticismo que abarca un kilómetro y ochocientos metros de longitud por cuatrocientos en su punto máximo de anchura y las circunstancias comprimidas de sus gentes.


Para la consecución geométrica de la cuadratura de su círculo narrativo, Miguel Signes añadirá dosificadamente otras dos constantes temáticas que fueron primordiales durante todo el siglo XIX literario y artístico (pero con acertadísimos, ilustres y numerosos antecedentes en el siglo XVIII y ulteriores, enriquecidas y revisionistas prolongaciones en el XX y lo que va del XXI): por una parte, la crisis de conciencia, ya se catalogue como una previsible fractura de la fe religiosa, ya como el conflicto novedoso de la mirada laica frente a la vida, o bien como la mixtura conciliadora de ambas posibilidades problemáticas, pero en proceso también de padecer una previa zozobra espiritual/mental. Por la otra, el adulterio amoroso, en tanto en cuanto suponía el objeto de escrutinio que serviría para verificar con el microscopio literario la valoración social del Amor y la repercusión psicológica de todas sus ramificaciones durante esa centuria en que lo empírico se encumbró como insustituible método para aprehender la Realidad lo más asépticamente.

Cuando seguimos leyendo Tabarca, hemos de aseverar sin resquemor que en ella los dos trastornos citados (cuestiones palpitantes que han cimentado multitud de variantes artísticas a lo largo de la Historia entera de la Humanidad) avalan los presupuestos de fondo y forma de un Miguel Signes que mantiene respetuosamente las directrices estéticas del Naturalismo más militante y combativo. La contemplación aguda y el sistema creativo del tabernés nos recuerdan el ideario científicamente ético de la novela experimental de Émile Zola, defensor a ultranza de la valiente búsqueda del secreto más íntimo que albergue el ser humano —esa insegura criatura esclavizada por la tiranía de la herencia genética y del medio ambiente social, o del medio y de la herencia, tanto montan— , y ello para lograr el descubrimiento de la Verdad absoluta, en un complicado ejercicio, el cual, a pesar de que resulte doloroso, incluso agónico, conducirá a la catarsis definitiva. A partir del conocimiento del horror y del sufrimiento que ello implicare, obtendremos la depuración emocional que mejorará nuestra personalidad gracias a que empatice con los otros seres dolientes, es decir, lo que propugnó el género literario de la tragedia grecolatina.

El maestro Miguel Signes, desde el mismo inicio de la obra, en sabia, precisa y rápida jugada de apertura de su ajedrez narrativo, aplica sin rodeos los parámetros que acabamos de mencionar: su antihéroe, Ignacio Ibarzábal, se siente eróticamente atraído por Amparo Pianelo, una isleña casada con Rafelo, otro tabarquino, en un movimiento que demuestra su asentada contundencia como literato. Ese vínculo puede someterse a distintas interpretaciones, y en diferentes grados cada una de ellas, a medida que evoluciona: desde la mera, instintiva y primaria atracción sexual; pasando por una relación física más vigilante de la afectividad; hasta alcanzar una fase superior de enamoramiento que les acerca inevitablemente a la dependencia sentimental de Amparo hacia él y a la duda egoísta de un Ignacio vacilante y manipulador.

Se abordan las aproximaciones recíprocamente sensuales de ambos en un franco estudio de las afinidades electivas de dos figuras muy expertamente caracterizadas por su hacedor, dispuestas en un paisaje conocido y descrito con la implacabilidad de un observador receptivo y nada complaciente de cara a la galería. En otras palabras, la historia amorosa entre Amparo e Ignacio —y toda la casuística desencadenada en el contexto minúsculo de la islita y más allá de sus confines, cual si de una novela pastoril se tratara— no desplazará extemporáneamente la premisa mayor que anima a Miguel Signes: la novela no será el pretexto para un idilio amoroso en un ámbito relativamente exótico, sino que se mantendrá en sus trece de verificar mediante una austera propuesta antropológica las esencias de los habitantes de ese reducto.

[De igual manera que Miguel Signes dispara a bocajarro el conflicto amoroso desde el mismo inicio de la novela, lo resolverá abruptamente con un desenlace que, a pesar de rozar lo melodramático —¿y por qué no?—, concluye trágicamente con el uso invertido de un deus ex machina (el nuevo párroco del lugar, un tipo integrista y nada comprensivo), pues no ayuda en su situación límite a los protagonistas, sino todo lo opuesto. Signes, de nuevo otra vez, recurre a los precedentes literarios ilustres para su juego ficticio: Amparo, la cual había servido como refugio para Ignacio, quedará desamparada por el retomo forzado de su marido postrado, gravemente enfermo, a la isla. No pudiendo soportar ambas circunstancias, se suicidará acorde a la triste tradición de ciertas heroínas clásicas (Medea, Dido, etcétera) que cometen acciones terribles contra otros y contra sí mismas, destruyendo pecaminosamente el orden natural de las cosas, y entiéndase no como la acepción ortodoxa cristiana, sino en la grecolatina pagana, con un deje abiertamente misógino. Amparo se opone al oscurantismo de la obsolescencia que caracteriza a la religión del nacionalcatolicismo, representada en Tabarca por el párroco recién llegado, el cual implica la represión hacia la actitud independientemente desafiadora de Amparo ante las fuerzas vivas insulares. Miguel Signes contrapone a ese sacerdote, individuo de rigorismo ordenancista, la solidaridad del Jesucristo comprensivo hacia los errores y sufrimientos de la raza humana.]


Tal vez se quiera justificar alguna lección que sitúe la novela en un facilón naturalismo trasnochado para la fecha, 1976, en que se publicara. Nosotros pensamos que estilísticamente el libro logra una sobriedad narrativa más que digna, demostradora de un convincente y eficaz dominio de lo que se desea contar, sin trabas epigonales imitativamente hueras, con el empleo de imágenes retóricas potentes y muy bellas, las cuales, cuando se reiteran en alguna que otra ocasión, planean un inteligente fin comunicativo. La repetición, nos guste o no, se yergue como uno de los recursos expresivos más antiguos, necesarios y efectivos (que no efectistas aquí) de la creación literaria, desde esos inicios en que la Literatura era Oraltura, si llevamos a cabo un pequeño trastocamiento verbal para dinamitar interiormente esa locución tan equívoca, la Literatura Oral.

Los veinticuatro breves capítulos de la obra, junto a su Salvedad introductoria y su epílogo epistolar, estructuran perfectamente lo que a Miguel Signes le ronda por su magín poético, o sea, recrear la vida de un lugar que, primero, habrá sido presentado con la descripción de la Naturaleza y sus avatares; después, se conocerá la geografía humana mediante la mostración de los tipos que deambulan sojuzgados por esos lares; y, para cerrar esa verificación, serán expuestas conductistamente las acciones humanas que allí acontezcan y que levantarán escenas costumbristas definidoras y, en no pocas ocasiones, definitivas. Todo un aleccionador despliegue de paisajes, personajes y situaciones; tres categorías literarias a las cuales se les confiere una neta aportación simbólica, deseosa de transcender la superficialidad para que se vislumbre cómo lo particular, lo concreto, lo simple pueden cambiarse en universal, intangible y complejo. Esto revela la definitiva jugada artística del autor alicantino, quien sabe que el Naturalismo también puede entrar de la manera más espontánea y sencilla en el territorio del Simbolismo, recordemos ese más allá literario que supuso el Naturalismo espiritual practicado por una legión de fervientes naturalistas que dilataron hacia él su primera y empecinadamente restringida actitud experimental —como habría de ocurrir cinematográficamente con el paso del Naturalismo, a secas, francés hacia el Naturalismo poético o con el Neorrealismo italiano primitivo, que fue abriéndose ferazmente a otras derivaciones fílmicas—.

Obsérvese, por citar una prueba ejemplificadora nada más, el cohesionado tratamiento de las mujeres que contrapuntean la vida tabarquina: Amparo Pianelo, la tía Joaquina, la madre de Amparo, la neoyorquina Dany Sullivan, la centenaria Teresa Manzanaro, la viuda e hijas de Pascualo Chacopino, la amante del bote varado en la playa, las jóvenes en la fiesta de San Pedro, Tomasa Chacopino, la partera Soledad, la niña Rosarito, su madre y sus amigas, las muchachas tejedoras de redes, la maestra Elisa Riera y las varias mujeres que, miembros agoreros del coro de una tragedia griega, van apostándose en diferentes lugares de la novela.

[El terrible salto final de Amparo se emparenta con otro muy famoso, el que ejecuta Jim, el personaje conradiano de Lord Jim (1900), cuando, presa de un pánico cerval provocado por su fantasía calenturientamente libresca, abandona con esa acción la responsabilidad que le debe a la tripulación y al pasaje del buque Patna. Ambos personajes, Amparo y Jim, encaran con digna coherencia lo que el destino les depara. Amparo abandona por fin la isla en un acto decisivo de suprema fusión con la misma, porque en el segundo en que ella se arroje al acantilado del Birro, un punto neurálgicamente crítico del imaginario de Tabarca, cobrará sentido su propia existencia al romper con su tributo liberador la cerrazón de la mentalidad isleña y del obtuso párroco don Rosendo.

Por su parte, Jim limpiará su honor mancillado, y no se considere como el desgastado cliché habitual, sino como la autoestima que le permite ser verdaderamente él. Aquel pretérito salto cobarde no fue más que un suicidio aplazado que se solucionará en el decurso de la vida del héroe trágico.

Lord Jim asume su destino viviéndolo consecuentemente mediante una autoinmolación que para él habrá de ser necesaria, como la ananké del Aquiles homérico y de otros héroes helenos, y, así, disfrutar de una segunda oportunidad para enmendar su(s) error(es). Esto lo plantean simétricamente Nikos Kazantzakis y Martin Scorsese en la novela La última tentación de Cristo (1951), escrita por el primero, y en la versión fílmica homónima (1988), que dirigió el segundo: Jesucristo lleva hasta el final su sacrificio, conociendo siempre con anterioridad la dureza que conllevarán su pasión y muerte, y proponiendo un humanismo cristiano concebido en una mitología épica del mundo clásico.]


Aducen las muchas caras de la femineidad que, aglutinadamente, simbolizan la verdadera protagonista de la obra —ya ha llegado el momento de decirlo—, la Isla (con mayúscula, como la denominan sus isleños: l'Illa), la Tierra-Madre plegada sobre sí misma y que se halla aislada en medio de un opresor universo líquido, semejando el interior de un seno materno con un ser embrionario en permanente estado de gestación: el Origen que, con atracción/repulsión y de una manera u otra, imprime carácter indeleble a sus hijos allí engendrados y paridos, a sus moradores voluntarios e involuntarios y a sus visitantes, temporales o reincidentes.

[Con su tratamiento de la isla, Signes la dota de una acusada personalidad propia, que siente y piensa como un organismo vivo, al igual que el planeta retratado por el escritor polaco Stanislaw Lem en su obra Solaris (1961): Tabarca, un animismo sideral flotando en aguas terrestres, capaz de reflexionar sobre la desesperación que ocasionan las limitaciones humanas y el lugar que ocupa la Humanidad en el Universo.]

Así pues, habremos de toparnos de bruces con unas identificaciones paisajísticas de nítida raigambre romántica (y estamos pensando, claro está, en el pintor alemán Carl David Friedrich y en muchos de sus herederos contemporáneos nuestros, en especial, Edward Hopper). Pese a que para algunos lectores acomodaticios puedan constituir escuálidos apuntes descriptivos estereotipados, estas representaciones desean con vehemencia evidenciarse como los trasuntos pictóricamente verbales de la proyección psicológica de los personajes mediatizados por el mundo exterior y, también, como los hechos calibradores de las características inherentes de ese entorno, las cuales afectan ineluctablemente los biorritmos anímicos de quienes se encuentren inmersos en él, en Nueva Tabarca, en la insularidad constreñidora de l'Iilla.

[Naturalezas que connotan la pequeñez del ser humano frente a la grandiosidad de ellas, espectáculos sobrecogedores, hasta el punto de que despiertan en el espíritu de las personas sensaciones muy diversas: de soledad, éxtasis, incomunicación, desazón, silencio, espera, amenaza, misterio, postergación, tristeza, desaliento, quietud, nostalgia, desarraigo y extrañamiento (incluida la inefable belleza que esos conceptos encierran, por terribles que puedan ser). Todo aquello que formulaba el gran Nicholas Ray en sus dos lacónicos lemas de cabecera: "I'm Stranger Here Myself" ("Aquí soy un extraño"-"Estoy fuera de lugar aquí"-"Qué pinto aquí"), dicho por Johnny Logan en la película Johnny Guitar (1954) y "We Can't Go Home Again" ("No podemos volver a casa") tomada casi literalmente, con una meditada variación en el pronombre personal, del título de la novela You Can't Go Home Again (1940), del norteamericano Thomas Wolfe.

El mismo Miguel Signes nos desvela su apasionada teoría paisajística en el artículo "José Lull, o la experiencia dramática del paisaje", publicado en la revista Idealidad, números 148-149, Julio-Agosto de 1970, pp. 34-35.]

Sin duda alguna, tras la estela de su muy admirado Ernest Hemingway, Miguel Signes Molinés se quedó hipnotizado perennemente por esa línea de sombra, ese satélite inmóvil que, espejismo marino trazado con liviandad ante la costa alicantina —¿o será Alicante (la Tierra vista desde la Luna) la ilusión óptica terrestre esbozada borrosamente delante de la isla de Tabarca?— le exigía cual un incesante y buñueliano redoble de conciencia, plantearse el problema ontológico que el norteamericano, en su famosa novela sobre la Guerra Civil española de 1936-1939, recogiera con desgarro a través de unas densas, aquilatadas, percucientes y hermosísimas líneas que John Donne, aquel sensible poeta metafísico inglés, escribiera en su Meditación XVII, incluida en su libro Devociones sobre ocasiones emergentes y varias etapas de mi enfermedad de 1624, y que así rezaban:
[...] ¿Quién no echa una mirada al sol cuando atardece? ¿Quién quita sus ojos al cometa cuando estalla? ¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe? ¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo? Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la Humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti. [...]
[Tres son los escritores mencionados por Miguel Signes en las páginas de Tabarca: Ernest Hemingway, Giovanni Papini y Rafael Viravens Pastor, el primer cronista oficial de la ciudad de Alicante. La admiración que siente hacia el primero de ellos es enorme, y se siente su influjo a lo largo de la obra. Leamos estas palabras alusivas a él:
Me puse, mientras llegaba el café, a leer unas páginas de "El viejo y el mar". El libro me apasionaba: un viejo, una pequeña barca, el océano, el pez espada... ¡Qué sencillo el relato, pero cuán intensamente humano y dramático! Bien hubiera podido llegar Hemingway a Tabarca. Si de una barca y un viejo pudo escribir un libro tan tremendo, ¿qué libro no hubiera podido llegar a componer con una isla entera y medio centenar de pescadores, con sus mujeres, sus hijos y sus hombres, hundido todo en la más honda y prieta pobreza? (Tabarca (novela), p. 80).
El capítulo XII de Tabarca es un claro remedo que homenajea El viejo y el mar (1952) hemingweyano, inspirándose en el viejo Santiago y el niño Manolín.

La presencia de Ernest Hemingway en España fue mucha e importantísima. Lo atestiguan los siguientes estudios: Stanton, Edward F., Hemingway en España, Madrid, Castalia, 1989. La Prade, Douglas Edward, Censura y recepción de Hemingway en España, Universitat de València, València, 2005. La Prade, Douglas Edward, Hemingway & Franco, Universitat de València, València, 2007. La Prade, Douglas Edward, Hemingway prohibido en España, Universitat de València, València, 2011. Tworney, Lisa Ann, Hemingway en la crítica y en la ficción de la España de la postguerra, Universitat de València, València 2012.

Por cierto, don Ernesto se dejó caer por la ciudad de Alicante en el verano sangriento del año 1959, cuando preparaba su reportaje itinerante del duelo taurómaco entre Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordoñez —un adelanto magistral del nuevo periodismo, que esculpirían luego autores como Truman Capote, Tom Wolfe, Norman Mailer, Gay Talese, Hunter S. Thompson y Terry Southern—. Comprobable en la entrevista que Carlos M. Aguirre le realizó para el diario alicantino Información el trece de septiembre de ese mismo año.]

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